miércoles, 7 de marzo de 2012

La primera pelea de gallos

Primer capítulo del libro.





¿Cuándo y dónde se llevó a cabo la primera pelea de gallos en forma deportiva? Son muchas las versiones al respecto. Se sabe que los antiguos griegos y latinos le tenían consagrado estos animales a sus dioses mitológicos de la guerra. Pero, es mucho más acá, en Asia, donde, según los “cantos de gesta”, que de boca en boca han llegado hasta nosotros, tuvo lugar esa primera contienda. Unos afirman que fue en Birmania, otros que en la Cochinchina y los más que en la India. Este es el relato:
 “Una avanzada británica desembarca y penetra en tierras desconocidas. A cada paso descubre un secreto más a esta nueva Flora y Fauna. Estos intrépidos soldados, devenidos naturalistas, no salen de un asombro para entrar en otro, ante la magnificencia de la Creación en estos parajes. Sin embargo, hay algo que atrae la atención general son esos pájaros (birds, así los nombraron), de hermoso y brillante plumaje -los machos- de tamaño algo mayor que las aves de cetrería, que portan, en cada una de sus dos patas, una protuberancia dura, córnea y puntiaguda que, por su forma y ubicación, son exactas a las espuelas que usan los caballistas para arrear a sus monturas, por lo que la denominan de esa manera. 
Siempre andan en grupo: un macho seguido dócilmente por varias hembras. Su canto es sonoro y melodioso y con un claro matiz retador, que al ser escuchado por otro de su especie responderá viniendo velozmente hasta donde se encuentra el provocador entablándose, al instante de estar uno frente al otro, una feroz lucha, que sólo detendrá la muerte de uno de los rivales. Mientras una de estas lides tiene lugar, las hembras, en respetuoso silencio, contemplan la escena, a la espera paciente por el triunfador para entregarle a éste sus favores y sumisión, el cual él anuncia al golpear las alas contra su pecho y emitiendo una canción de victoria.
A todo lo anterior hay que agregar lo delicado y exquisito de su carne, lo que lo convierte, inmediatamente, en un ave de caza. Además, a pesar de ser un animal montaraz, su captura no es trabajosa, y pronto muchos pierden su condición de libres al ser apresados y mantenidos en rústicas e improvisadas jaulas.
Con el devenir de los días, una de estas pajareras se rompe; pero, para sorpresa de muchos, el plumífero que hay en ella no escapa hacia lo intrincado de la selva cercana; sino que se mantiene en las inmediaciones de su jaulón donde, con facilidad, es aprehendido de nuevo.
En una fresca y soleada tarde, el vivac del campamento bulle en conversaciones llenas de picarescas anécdotas. Mac Beth, infante escocés, sentado sobre la verde yerba, charla animadamente con varios de sus compañeros de armas. Cerca de él su mascota de múltiples colores picotea y escarba alegremente en busca de insectos. De repente, y proveniente de un corro cercano, se escucha un golpeteo de alas seguido de un canto: es el pájaro negro y carmelita de Robín, el caballero inglés. El pinto (llamémoslo ya por sus verdaderos nombres) no espera por un segundo reto y se lanza en busca del enemigo: chocan los dos y se inicia la bestial pelea y con ella surgen las primeras apuestas.
El indio del inglés parece llevar la mejor parte. Su dueño se da cuenta de ello y, hombre adinerado, juega con todos los que se le oponen, los cuales están apiñados junto a Mac Beth. Ya se han definido las nacionalidades: los ingleses y galeses junto a su Señor y, frente a estos, el infante con sus escoceses y, por supuesto, los irlandeses. Aquellos por el Indio, éstos por el Pinto.
Robín está eufórico. Sus apuestas son cuantiosas e interminables; sabe -según él- que su gallo ganará, y esto lo acicatea a envidar más y más. Ha perdido el dominio de sus sentidos y, pálido, con los ojos enrojecidos, apostrofa con voz ronca a su adversario, el cual ha apostado ya hasta su último maravedí.
- ¡JUEGA, MISERABLE AVARO, JUEGA!
Mac Beth se muerde los labios al no poder responder a la afrenta recibida. ¡No tiene con qué! “Pero... un momento... ¿cómo es que no se me había ocurrido antes? ...sí, sí... -Eso mismo...
- ¡¡Inglés!!
El tono usado hace a todos volver la cabeza.
- ¡TE APUESTO MI GAITA CONTRA TU CABALLO NORMANDO! 
Robin va a carcajearse; mas, la expresión de asombro y estupor que ve en todos los rostros se lo impide. Es entonces cuando repara en la cuantía de lo arriesgado por su enemigo; no es el sencillo instrumento musical el puesto en juego, no, para Mac Beth es mucho más, es una parte de sus costumbres, un pedazo de la Patria querida. Nunca, nunca se ha separado de él en el cruce de dos continentes. No, no es el simple aparato de viento que emite gratos sonidos... para él lo es todo, pues, sin su gaita... ¡no podría vivir! Mac Beth, tranquilamente, ¡se ha jugado la vida! No le queda más remedio al inglés que reconocerlo, y un relámpago de admiración centellea brevemente en sus ojos.
- ¡Aceptado, escocés! -responde con sequedad.
Los gallos, indiferentes a esta controversia, siguen batiéndose con denuedo y bravura. El indio embiste una y otra vez; mas, el Pinto no cede terreno. Los simpatizantes de ambos están frenéticos: son guerreros disfrutando con un combate ajeno; pero, ¿es en verdad ajeno? Imposible, cada uno de estos arrojados hombres de acción se está viendo ora en este combatiente, ora en aquél. Sí, no es el Pinto el que ataca, es Mac Beth con toda su gente. Tampoco es el indio el que rechaza la acometida: es el inglés y sus seguidores. Estos hombres de armas, salvajes en la lucha, sin más metas en sus existencias que la gloria del combate, cansados del sedentarismo e indolencia de esta aventura en la que participan sin haber saboreado aún la miel de una confrontación, vuelcan sus contenidos ímpetus en la encarnizada batalla que están escenificando estas dos fantásticas aves.
La algarabía es ensordecedora: Todo el campamento, y aun los centinelas, está en la pelea. No hay jefe, no hay voz de mando, nada que llame al orden a esta locura en la que están inmersos unos y otros. El momento es crucial; pues el indio se precipita como una flecha y hay un vertiginoso aleteo en el aire. Caen a tierra, pero el Pinto empieza a girar como un poseso, tal vez en busca del ojo que le ha sido arrancado limpiamente de un espuelazo un segundo antes.
El dolor parece que lo domina porque cae sobre las cañas de sus patas y sobre su rabo. Su cabeza es un péndulo con un balanceo incontrolable de izquierda a derecha... de derecha a izquierda. De pronto, la oscilación se detiene y el pinto arremete contra su enemigo y le asesta una brutal picada que retumba en toda la foresta. El indio retrocede y de su garganta se escapa un agudo ronquido. Se desploma en su parte trasera, estira su erizado cuello, pero un estertor lo pone nuevamente en pie. Todo su cuerpo se alarga y atiesa, y un movimiento convulso se apodera de él. Un ruidoso gorjeo se escucha, y de su abierto pico brota a borbotones una sangre negra y pastosa que salpica y mancha varias vestiduras, otro estremecimiento da paso a un coágulo que conmueve al valiente animal. Lo expulsa. Pero con él se le va la vida misma, y se desploma. El pico se le clava en la tierra. Sus ojos se cierran... Nadie vitorea, nadie murmura: todos son sólo ojos ante el inesperado final... El silencio duele. Empero, este inerme cuerpo quiere seguir viviendo: Abre sus ojos e intenta lo mismo con su pico buscando, inútilmente, un aire que no existe para él. ¡Ya no da más! En un postrer impulso, y como gesto -quizá- de despedida, entreabre su hermosa cola y la abanica, suavemente, de un lado a otro: es un adiós sin regreso para aquéllos que tanto lo auparon en la hora del combate. Su cuerpo sufre otro temblor breve. Sus párpados se cierran y, en su pico, se percibe un ligero boquear: todo ha terminado. ¡Está muerto!
El pinto se acerca, picotea al inanimado ser y, al cerciorarse de la ausencia de vida, bate sus alas estrepitosamente y arroja al espacio su canto de victoria.
El éxtasis en el que han estado sumidos los parciales del invicto da paso a un estallido de júbilo. Mac Beth y los suyos irrumpen en gritos, salvas y exclamaciones de delirante alegría. Las gorras y sombreros son lanzados al aire en señal de alborozo. El vencedor pasa de unas manos a otras rápidamente: todos quieren acariciarlo, congratularlo mientras continúa la algazara. Mas, primero uno y luego los demás advierten cómo el inglés se inclina junto al caído y, con una delicadeza nunca vista en él, levanta el cadáver del vencido. Se pone de pie y se dirige hacia donde uno de sus hombres, con su espada, ha cavado una sencilla fosa. Deposita en ella el manojo inerte de plumas y, poco a poco, lo va cubriendo de tierra. Es tanta la dulzura que pone en ejecutarlo, que semeja temor de presionar y dañar el cuerpo que allí debajo yace. Finaliza la operación y se arrodilla junto a la improvisada tumba y, con las manos en el pecho, inicia una sorda plegaria. El instante es supremo: cada uno de estos rudos soldados, puestos de rodillas, olvidando las divergencias pasadas, se unen en un solo ruego por la paz del alma de este primer combatiente ya inmortalizado, de este sin par guerrero que murió como mueren los que de verdad lo son: en el campo de batalla.”

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