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Primer capítulo del libro. |
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¿Cuándo y dónde se llevó a cabo la
primera pelea de gallos en forma deportiva? Son muchas las versiones al
respecto. Se sabe que los antiguos griegos y latinos le tenían consagrado estos
animales a sus dioses mitológicos de la guerra. Pero, es mucho más acá, en
Asia, donde, según los “cantos de gesta”, que de boca en boca han llegado hasta
nosotros, tuvo lugar esa primera contienda. Unos afirman que fue en Birmania,
otros que en la Cochinchina y los más que en la India. Este es el relato:
“Una avanzada británica
desembarca y penetra en tierras desconocidas. A cada paso descubre un secreto
más a esta nueva Flora y Fauna. Estos intrépidos soldados, devenidos
naturalistas, no salen de un asombro para entrar en otro, ante la magnificencia
de la Creación en estos parajes. Sin embargo, hay algo que atrae la atención
general son esos pájaros (birds,
así los nombraron), de hermoso y brillante plumaje -los machos- de tamaño algo
mayor que las aves de cetrería, que portan, en cada una de sus dos patas, una
protuberancia dura, córnea y puntiaguda que, por su forma y ubicación, son
exactas a las espuelas que usan los caballistas para arrear a sus monturas, por
lo que la denominan de esa manera.
Siempre andan en grupo: un macho seguido dócilmente por varias
hembras. Su canto es sonoro y melodioso y con un claro matiz retador, que al
ser escuchado por otro de su especie responderá viniendo velozmente hasta donde
se encuentra el provocador entablándose, al instante de estar uno frente al
otro, una feroz lucha, que sólo detendrá la muerte de uno de los rivales.
Mientras una de estas lides tiene lugar, las hembras, en respetuoso silencio,
contemplan la escena, a la espera paciente por el triunfador para entregarle a
éste sus favores y sumisión, el cual él anuncia al golpear las alas contra su
pecho y emitiendo una canción de victoria.
A todo lo anterior hay que agregar lo delicado y exquisito de
su carne, lo que lo convierte, inmediatamente, en un ave de caza. Además, a
pesar de ser un animal montaraz, su captura no es trabajosa, y pronto muchos
pierden su condición de libres al ser apresados y mantenidos en rústicas e
improvisadas jaulas.
Con el devenir de los días, una de estas pajareras se rompe;
pero, para sorpresa de muchos, el plumífero que hay en ella no escapa hacia lo
intrincado de la selva cercana; sino que se mantiene en las inmediaciones de su
jaulón donde, con facilidad, es aprehendido de nuevo.
En una fresca y soleada tarde, el vivac del campamento bulle
en conversaciones llenas de picarescas anécdotas. Mac Beth, infante escocés,
sentado sobre la verde yerba, charla animadamente con varios de sus compañeros
de armas. Cerca de él su mascota de múltiples colores picotea y escarba
alegremente en busca de insectos. De repente, y proveniente de un corro
cercano, se escucha un golpeteo de alas seguido de un canto: es el pájaro negro
y carmelita de Robín, el caballero inglés. El pinto (llamémoslo ya por sus
verdaderos nombres) no espera por un segundo reto y se lanza en busca del
enemigo: chocan los dos y se inicia la bestial pelea y con ella surgen las
primeras apuestas.
El indio del inglés parece llevar la mejor parte. Su dueño se
da cuenta de ello y, hombre adinerado, juega con todos los que se le oponen,
los cuales están apiñados junto a Mac Beth. Ya se han definido las nacionalidades:
los ingleses y galeses junto a su Señor y, frente a estos, el infante con sus
escoceses y, por supuesto, los irlandeses. Aquellos por el Indio, éstos por el
Pinto.
Robín está eufórico. Sus apuestas son cuantiosas e
interminables; sabe -según él- que su gallo ganará, y esto lo acicatea a
envidar más y más. Ha perdido el dominio de sus sentidos y, pálido, con los
ojos enrojecidos, apostrofa con voz ronca a su adversario, el cual ha apostado
ya hasta su último maravedí.
- ¡JUEGA, MISERABLE AVARO, JUEGA!
Mac Beth se muerde los labios al no poder responder a la
afrenta recibida. ¡No tiene con qué! “Pero... un momento... ¿cómo es que no se
me había ocurrido antes? ...sí, sí... -Eso mismo...
- ¡¡Inglés!!
El tono usado hace a todos volver la cabeza.
- ¡TE APUESTO MI GAITA CONTRA TU CABALLO NORMANDO!
Robin va a carcajearse; mas, la expresión de asombro y estupor
que ve en todos los rostros se lo impide. Es entonces cuando repara en la
cuantía de lo arriesgado por su enemigo; no es el sencillo instrumento musical
el puesto en juego, no, para Mac Beth es mucho más, es una parte de sus
costumbres, un pedazo de la Patria querida. Nunca, nunca se ha separado de él
en el cruce de dos continentes. No, no es el simple aparato de viento que emite
gratos sonidos... para él lo es todo, pues, sin su gaita... ¡no podría vivir!
Mac Beth, tranquilamente, ¡se ha jugado la vida! No le queda más remedio al
inglés que reconocerlo, y un relámpago de admiración centellea brevemente en
sus ojos.
- ¡Aceptado, escocés! -responde con sequedad.
Los gallos, indiferentes a esta controversia, siguen batiéndose
con denuedo y bravura. El indio embiste una y otra vez; mas, el Pinto no cede
terreno. Los simpatizantes de ambos están frenéticos: son guerreros disfrutando
con un combate ajeno; pero, ¿es en verdad ajeno? Imposible, cada uno de estos
arrojados hombres de acción se está viendo ora en este combatiente, ora en
aquél. Sí, no es el Pinto el que ataca, es Mac Beth con toda su gente. Tampoco
es el indio el que rechaza la acometida: es el inglés y sus seguidores. Estos hombres
de armas, salvajes en la lucha, sin más metas en sus existencias que la gloria
del combate, cansados del sedentarismo e indolencia de esta aventura en la que
participan sin haber saboreado aún la miel de una confrontación, vuelcan sus
contenidos ímpetus en la encarnizada batalla que están escenificando estas dos
fantásticas aves.
La algarabía es ensordecedora: Todo el campamento, y aun los
centinelas, está en la pelea. No hay jefe, no hay voz de mando, nada que llame
al orden a esta locura en la que están inmersos unos y otros. El momento es
crucial; pues el indio se precipita como una flecha y hay un vertiginoso aleteo
en el aire. Caen a tierra, pero el Pinto empieza a girar como un poseso, tal
vez en busca del ojo que le ha sido arrancado limpiamente de un espuelazo un
segundo antes.
El dolor parece que lo domina porque cae sobre las cañas de
sus patas y sobre su rabo. Su cabeza es un péndulo con un balanceo
incontrolable de izquierda a derecha... de derecha a izquierda. De pronto, la
oscilación se detiene y el pinto arremete contra su enemigo y le asesta una
brutal picada que retumba en toda la foresta. El indio retrocede y de su
garganta se escapa un agudo ronquido. Se desploma en su parte trasera, estira
su erizado cuello, pero un estertor lo pone nuevamente en pie. Todo su cuerpo
se alarga y atiesa, y un movimiento convulso se apodera de él. Un ruidoso
gorjeo se escucha, y de su abierto pico brota a borbotones una sangre negra y
pastosa que salpica y mancha varias vestiduras, otro estremecimiento da paso a
un coágulo que conmueve al valiente animal. Lo expulsa. Pero con él se le va la
vida misma, y se desploma. El pico se le clava en la tierra. Sus ojos se
cierran... Nadie vitorea, nadie murmura: todos son sólo ojos ante el inesperado
final... El silencio duele. Empero, este inerme cuerpo quiere seguir viviendo:
Abre sus ojos e intenta lo mismo con su pico buscando, inútilmente, un aire que
no existe para él. ¡Ya no da más! En un postrer impulso, y como gesto -quizá-
de despedida, entreabre su hermosa cola y la abanica, suavemente, de un lado a
otro: es un adiós sin regreso para aquéllos que tanto lo auparon en la hora del
combate. Su cuerpo sufre otro temblor breve. Sus párpados se cierran y, en su
pico, se percibe un ligero boquear: todo ha terminado. ¡Está muerto!
El pinto se acerca, picotea al inanimado ser y, al cerciorarse
de la ausencia de vida, bate sus alas estrepitosamente y arroja al espacio su
canto de victoria.
El éxtasis en el que han estado sumidos los parciales del
invicto da paso a un estallido de júbilo. Mac Beth y los suyos irrumpen en
gritos, salvas y exclamaciones de delirante alegría. Las gorras y sombreros son
lanzados al aire en señal de alborozo. El vencedor pasa de unas manos a otras
rápidamente: todos quieren acariciarlo, congratularlo mientras continúa la
algazara. Mas, primero uno y luego los demás advierten cómo el inglés se
inclina junto al caído y, con una delicadeza nunca vista en él, levanta el
cadáver del vencido. Se pone de pie y se dirige hacia donde uno de sus hombres,
con su espada, ha cavado una sencilla fosa. Deposita en ella el manojo inerte
de plumas y, poco a poco, lo va cubriendo de tierra. Es tanta la dulzura que
pone en ejecutarlo, que semeja temor de presionar y dañar el cuerpo que allí
debajo yace. Finaliza la operación y se arrodilla junto a la improvisada tumba
y, con las manos en el pecho, inicia una sorda plegaria. El instante es
supremo: cada uno de estos rudos soldados, puestos de rodillas, olvidando las
divergencias pasadas, se unen en un solo ruego por la paz del alma de este
primer combatiente ya inmortalizado, de este sin par guerrero que murió como
mueren los que de verdad lo son: en el campo de batalla.”